Todos los pueblos, además de la arquitectura civil, la parsimoniosa repetición de las costumbres, los dulces típicos o la ingenua demostración de provincianismo a la menor ocasión que se precie, se define también por los tontos.
Cada época tiene sus personajes, y también unos tontos. Seres humanos únicos, especiales, atípicos, que nos hablan de la ciudad a la que pertenecemos. Son estos tipos que cuando “hay visita” aparecen y te desmontan la imagen de sosiego y modernidad que quieres dar, devolviéndote a galeras a seguir remando. Y es que los tontos son incontrolables y además campan a sus anchas. Suelen ser una raza protegida.
Por el hecho de ser tontos no puedes decirles nada, salvo correr si les caes mal, o les da por hacerlo detrás tuya. Y eso si, sálvate de que te atrape, porque siempre tendrá la razón él, “no ves que es tonto”.
Por lo general, los tontos que conocemos son los más humildes. Siempre estaban en la calle, y cuándo te cruzabas con ellos había que tener un golpe de suerte para pasar como si fueras un fantasma transparente. En aquellos años 60-70 Huelva tenía bastantes tontos, no sé como andarán otras ciudades pero porcentualmente éramos líderes sin duda alguna.
Entre la Calle Concepción y la Plaza de las Monjas, todos: civiles, tontos y provincianos intercambiábamos esencias, en un ir y devenir tranquilo, soleado, y apenas ruidoso.
En este descubrir los rincones de la ciudad que va parejo con cumplir años, por aquello de ampliar fronteras y experiencia, los tontos eran un referente geográfico, precursores del GPS, pues estaban localizados casi milimétricamente. De este modo además también se repartían tareas a favor de la ciudad. Por ejemplo: siempre había alguien detrás de los pasos de semana santa que llevaba un botijo lleno de agua –con lo que pesa un botijo de 3 litros lleno de agua-, eso era trabajo para un tonto, o quién portaba las escaleras para subir al paso y encender a mitad de la procesión las velas que se apagasen, o quién tiraba los cohetes con refinada profesionalidad ya fuera: Reyes, El Rocío o Las Colombinas… eso es, los tontos al uso, nuestros queridos tontos. Y es que en la vida todos ocupamos un papel, un rol, no sé cómo podría definir esto Platón en su diseño, pero había y hay trabajos que solo pueden hacer los tontos.
Yo los respetaba y los miraba de lejos, en muy pocas ocasiones los traté, aunque hubo ocasiones para ello, y mi mediocridad los observaba entre el miedo ante una reacción inesperada y su lamentable imagen.
Para mi eran y siguen siendo gente especial. Fellini supo muy bien sacar jugo a estos seres, o a lo incoherente que vive en nosotros, por eso me gusta el fantástico mundo de éste director. Así es que observar el mundo, mirando cómo actúa un tonto, en su suerte o en su desgracia, es una experiencia tan sensible que te marca el corazón. Cuándo a un tonto le duele algo, parece que duela más. Era así como les tratábamos, con respeto pero con desprecio, marcando las diferencias, estableciendo límites que no se debían cruzar.
Por eso, si estábamos animados, lo normal era que si nos cruzábamos con Arturito, nos metiésemos con él, y jugásemos a ver quién corría más, pues Arturito tenía una vara, una especie de bastón de metro y medio, que probablemente él mismo, se habría agenciado y preparado, y que representaba un arma de la que había que huir a toda prisa, cuándo el más atrevido le decía cualquier tontería. Arturito, era un muchacho de unos treinta y algo años, bastante alto, y proporcionado, sus pequeños ojos negros delataban que algo no funcionaba allí dentro. Su look por lo general lo componía un tres cuarto azul marino y se remataba con una boina, que a veces en las carreras se le caía, por lo que él paraba y regresaba a buscarla, dejando ver una completa calva, brillante y morena. Arturito era tonto, pero también era malabarista, y cuándo estaba inspirado y feliz, hacía bailar el palo entre los dedos, haciendo gala de una destreza de artista, siendo aquel número lo mejor del espectáculo. También era capaz de correr haciendo esos malabares. Sin duda alguna, Arturito fue el precursor de este arte, lo que pasa es que nadie quiere reconocerlo. Los tontos son tontos, porque les falta algo y los locos, son locos porque les sobra en la misma proporción. Así es que los cuerdos, o sea nosotros, debemos serlo porque tenemos la proporción justa, la medida intermedia entre tonto y loco. Arturito, efectivamente era tonto, pero tenía memoria, sabía recordar y guardaba imágenes, por lo que te reconocía o creía hacerlo, por eso era muy importante que si te cruzabas con él de manera imprevista, le observases y calcularas su reacción, porque podría hablarte a voces cosas que no entendías o blandir el palo macizo y tendrías que disponerte a correr los 100 metros lisos, escapando escondido entre la gente o mejor metiéndote en algún comercio dónde él no actuaba. La memoria tiene estas cosas, que crees recordar, y de ahí a estar confundido no hay nada que le separe.
En aquella Huelva, había muchos tontos, y digo tontos porque lo uso con sentido de género al 100%, pues la verdad no había "tontas", las mujeres “raras” o estaban locas o eran putas, según se decía sin ninguna duda y con absoluta contundencia, en el lenguaje de los hombres. Así es que el papel de tontos, solo estaba adjudicado a los hombres.
Pero Arturito, además de tonto al uso era carbonero de la calle San Francisco y pasó a la historia por la extraordinaria habilidad que tenía al bajar la cuesta del Conquero corriendo y revoloteando su famosa estaca con una sola mano sobre su cabeza, provocando la estampida de los alumnos del Francés, los Maristas, el Instituto y sobre todo las niñas del Santo Ángel.
Habría que hacerle un monumento a él y tantos otros, como fueron:
“
El Moana”, o “
San Pedro” que tenía la logística situada alrededor de la Iglesia de su mismo nombre, era un

empleado de astilleros, un
tiparrón de cerca de los dos metros, de pelo rizado y pelirrojo, con pequeñas pecas
salpicándole los pómulos.. un día de pronto, salto a la escena, pues se decía que él había dicho que era San Pedro, que hay que
joderse con la elección. De cualquier modo si te cruzabas con él, lo mirabas con cierta expectación y es que eso de decir que eres un santo y estas cosas, aunque no te las creas, siempre crean cierta inquietud, por si hubiera algo de verdad. Así es que lo mirabas de arriba abajo, buscando algo que no encontrabas, y él al verse observado no tenía otra cosa que decirte “adiós..” y tú como devolver un saludo cuesta poco, le decías igualmente adiós, y a partir de entonces, estuvieses donde estuvieses el saludo era algo esencial con aquel personaje, que dicho sea de paso, se pasaba gran parte de su tiempo, saludando a los viandantes.
Pero en la colección estaban otros personajes fantásticos como: Bigotes, uno que cuando lo enterraron, llovía una “jartá”, “llovía más que cuando enterraron a Bigotes”. Brijan, realmente su nombre era O’brien, un mecánico de origen británico. “Sabes más que Brijan”. Diego el Policía, que paseaba por la calle Concepción con su gabardina gris, incluso en verano, con su pistola de plástico y libreta para apuntar los delitos y las pruebas. El Canoda, famoso botero de la Junta de Obras del Puerto por los años 50, que quiso ser tan fino, que un día que tenía que llevar al ingeniero del puerto a la isla de Bacuta le dijo “Señor ingeniero la canoda – en vez de canoa- está lista. Se le quedo para siempre “el canoda”. El Jazminito, amigo y eterno acompañante de otro famoso, llamado “Caena”, un cochero de aproximadamente metro y medio de altura. La aventura más tonta de los dos, fue hacer sus necesidades en medio de la calle, durante un desfile de Carnaval delante del Gobernador, aparte de más de un guantazo le costó varios días de arresto. El Espía, debía haber trabajado en una panadería, iba denunciando y avisando que andaba cerca la " Fiscalía de Tasas " y que iban a detener a los que vendían el pan con las canastas sin forrar, solía ponerse el antebrazo para taparse el rostro e iba dando saltos de esquina en esquina para asomarse luego con gran profesionalidad para no ser visto. Tomás el de la radio, siempre con su transistor pegado al oído y andar muy rápido, su obsesión eran los partidos de fútbol. El Tonto Bacuta, un personaje que vivía semidesnudo en la isla de Bacuta y era famoso por su “tercera pierna”. El Gori-Gori, un hombre extraordinariamente enigmático que vivía en un palacete en ruinas que había en la zona de La Joya cerca del Instituto, y así la lista podría continúar hasta nuestros días.
Sin duda alguna, los tontos son un referente de cualquier ciudad, de igual modo que mariquitas, putas, políticos o industriales ( dueños de negocios), todos tienen su sitio.
Para aquel niño, mirar y observar las reacciones de los “tontos famosos” era todo un espectáculo sociológico del que siempre aprendía algo, ya fuera humanidad, dolor, rabia…
Los tontos tenían dentro de si algo que les jaleaba, que les susurraba esto o lo otro y que solo ellos podían oír. No llegaban a estar locos aunque a veces lo pareciera, era otra cosa.
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Imágenes: arriba izquierda "El Caruso", a la derecha El Grito de Munch.
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